De pequeña no me planteaba que las casas se compran con dinero y que quizás el trabajo de mis sueños no me proporcionaría el suficiente como para tener una casa, o un perro, o cinco.
En lo del hombre de mi vida estaba todavía más perdida. Porque sí, lo confieso, entonces no pensaba en otro final para mi película que no fuera ese: yo llegando de trabajar y en mi jardín un marido guapísimo y un par de niños ruidosos.
La cosa es que las prioridades han cambiado. Los tiempos, también. Con el dinero con el que mis padres se compraron su primer piso, a mi ahora no me daría ni para la entrada de un cuchitril.
Mi profesión es mi vida. Escribir mi gasolina. Hablar de amor, es para mi como hablar de la explosión de una galaxia a millones de años luz. Que sí, que sucede muy a menudo. Pero a mi me sigue pareciendo igual de milagroso y fortuito que dos personas se enamoren y se entiendan (más lo segundo que lo primero).
Sea como sea, con los años aprendí que existen libros capaces de erizarme la piel tanto como algunas caricias. Que hay vocaciones que te hacen replantearte relaciones. Que hay relaciones que te hacen replantearte lo que es el amor.
No. No es de soñadores ir a por los sueños.
¡¡Es de valientes!!
Vamos que lo importante de los treintaytantos es darse cuenta de que la vida nunca se llega a solucionar. Que siempre habrá un palo en la rueda o una pestaña en el ojo. Un trabajo coñazo o un amor complicado. Lo bonito es aprender que son esas notas discordantes las que nos mantienen atentos a la melodía, las que nos hacen afinar al máximo para que, al final, la canción, el cuadro, la película o cualquiera que sea la obra de arte en la que queramos convertir nuestra vida, no quede mal del todo.
Porque sí, yo de pequeña quería un descapotable rojo y casarme a los 23 pero creo que sí me hubieran preguntado, hubiera estado de acuerdo en querer ser, ante todo, una adulta feliz. Una persona con nudos, planteamientos y desenlaces. E ideas. Y sueños. Y buenas compañías.
Alguien, no se, alguien como yo.